La tristeza, ese sentimiento tan ambiguo, que no se puede explicar, hace que el alma sufra, un dolor inaguantable y que quema, ese sentimiento que no te deja pensar en otra cosa más que en los momentos que has perdido, aquellos que antes vivías y a los que no le dabas demasiada importancia, porque simplemente eran situaciones de la vida cotidiana. Era normal encontrar, a mis abuelos en su casa, o sentados en la esquina, esa esquina, que le ponía el sobrenombre y de la que ella estaba tan ,tan orgullosa.
Llegábamos poco a poco, “su Cristobicas”, “su Mari”, “su Jesús” y “su Doloricas”. Les gustaba que estuviéramos todos en su casa, tenernos cerca. Las veladas del 31 de diciembre empezaban con la reorganización de la casa, la que había sido de sus padres y en la que habían criado a sus hijos, “los sofás a la habitación de la abuela” decía siempre mi padre, “Cristobicas, baja las sillas del dormitorio”, decía mi abuela; y así esperábamos la hora de pinchar los globos y tirar los confetis, aquellos por los que nuestros padres nos regañaban, era mi abuela con su increíble dulzura decía: “dejad a los muchachicos”, mientras mi abuelo demostrando el gran cariño que procesaba por cada uno de sus nietos decía “el Franci aquí a mi lao’ ”. Podría contar en mis 23 años, infinidad de veladas como esas, las que a partir de ahora, todos echaremos de menos.
Me sumerge una gran tristeza pensar en aquella casa, en “Los Pinos”, ese barrio que mi abuela adoraba. Se me encoge el corazón el pensar que nunca se volverán a repetir esas risas y llantos, y que jamás volveré a ver a mi abuela con su delantal verde, el pelo blanco como la nieve y esos inolvidables ojos azules, despidiéndose de mí cuando mi padre me montaba en el coche, nunca fallaba, hiciera frío, calor, lloviera...ahí estaba siempre con una sonrisa en los labios, esperando una nueva llegada; ni a mi abuelo llamándome de su peculiar manera “Mari Belén”, cuando me hacia esos comentarios cómplices.
Recuerdo esos paseos por el barrio, a mi abuela llevándome de la mano al puente de Jesucristo, ese en el que creía con absoluta devoción, hacíamos siempre el mismo recorrido, siempre la misma gente, pero nunca los mismos momentos.
Situación inolvidable la del chocolate en la despensa, el trozo siempre preparado para los golosos de sus hijos y nietos; ese cocido maravilloso que sólo ella sabía cómo hacer, y que no he vuelto a probar otro igual desde entonces. También recuerdo a mi abuelo en su huerto, sus charlas en el banco después de cada jornada, y cómo lo saludábamos al pasar cada día con el coche para llegar hasta su casa. Más tarde aparecía él, después de haber visto a su “nene” , cita a la que no podía faltar, aparecía con su inconfundible figura esbelta coronada por su gorra de siempre, sonriendo, y preparando algún tipo de “piti” para que sus hijos se tomaran algo con él...
Se me parte el alma de pensar que mis primos pequeños, nunca van a poder vivir todo aquello que hicimos nosotros en esa casa. Sólo me queda el consuelo de saber que esa siempre será su casa, nuestra casa, la que llevaremos cada día en el corazón y en nuestros recuerdos, la que no olvidaremos por mucho que ellos no estén. Siempre será su casa, la de mi madre Mariana, la Mariana de la esquina, y de mi abuelo, el Juan el Palos.